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A luca China, casera

¿Por qué me convertí en ambulante? Porque es el trabajo del invasor, del migrante. Tiene sus propias leyes, códigos de la calle y quien los maneja es el más pendejo, el que se gana el respeto. Eso, sí, cuando te conviertes en informal no conoces de feriados ni de días de la madre. Si hay clientes, tú vendes.

8:00 am, la redactora preparándose para iniciar la venta


He invadido una vereda del mercado El Inti, en Comas. Extiendo mi plástico azul de un metro y medio. Esa es la forma de marcar territorio. Me propongo vender doce globos en forma de corazón, una docena de rosas, tazas y carteras. Trato de camuflarme, de adoptar los modos de las vendedoras, el lenguaje de la calle, el “achoramiento”. En cualquier momento me van a sacar. No han pasado ni veinte minutos y un guachimán ya se paró a mi costado.


Nadie tiene un puesto asegurado en el kilómetro de asfalto que los comerciantes llaman Mercado El Inti en Collique, Comas. La lucha por un pedazo de pista comenzó a las seis de mañana.


No es la primera vez que me recurseo como ambulante. Trabajé vendiendo comida con mi madre en 2001. Mi padre –que es trabajador gráfico- no podía cubrir los gastos porque la demanda de impresiones bajó. Se habían cerrado varios diarios chicha, los tirajes de las revistas también bajaron porque la gente no creía en lo que publicaban. Las trasnacionales también pusieron su granito de arena.


Se tragaron las empresas gráficas medianas y las llevaron a la quiebra. Por las maravillas del mercado, mi papá tenía menos trabajo. No teníamos plata y el 1 de noviembre, mi madre se plantó en las afueras de un cementerio a vender comida: chanfainita con mote. Yo era la ayudante. Ese día regresé cubierta polvo y con manchas de tallarín en la ropa. Tenía nueve años y estaba contenta.


Trabajar de ambulantes nos paró la mesa un par de veces más. Tuvimos que vender útiles escolares en el Mercado de Independencia y en Carabayllo. La mercadería se nos agotaba rapidito y al final del día cenábamos un sustancioso caldo de gallina. Luego ingresé a la universidad y me alejé del barrio. Regresé para hacer fotos y escuchar historias, pero no a vivir codo a codo los problemas y formas de salir adelante.


Esta vez sí he vuelto al mercado El Inti como ambulante. La gente me reconoce y algunos pasan de largo. He olvidado cómo llamar la atención, cómo endulzar al cliente.


La estrategia

Para ser ambulante hay que tener vocación. Una persona no se convierte en ambulante de la noche a la mañana, implica una preparación, un cálculo matemático, una pequeña inversión. En fin, un plan. El mío, me llevó dos días antes al Mercado Central con 50 soles en el bolsillo. El objetivo era conseguir el precio más bajo.

Aunque internarse en las galerías y laberintos de Mesa Redonda parece una cuestión sencilla, no lo es.

Las rosas costaban cinco soles la docena y se podía escoger entre modelos escarchados, con bordes negros, con hojas largas o cortas. Como todo costaba casi igual, las dueñas de los negocios te cerraban el paso, poco les faltaba para secuestrar clientes. Solo en la décima galería encontré un muchacho que intentó enamorarme. “Hermosa, qué estás buscando, yo tengo todo lo que quieras”, dijo guiñándome el ojo y luego inmediatamente repitió lo mismo a una señora pelirroja que acababa de llegar.

Por decepción, terminé comprando adornos de corazón en el puesto del costado. “Son perfumados”, dijo la vendedora y cuando comprobé que no lo eran, sacó el ambientador en aerosol Poet Lavanda y lo roció en el ramillete.

- Listo, dijo. Son 14 soles.


Enamorar a los clientes


Tengo la seguridad de que a mis clientes en el mercado el Inti les agrada ese olor. Se detienen a examinar los corazones. Les cuento que tienen perfume y lo comprueban inmediatamente. Preguntan el precio: un sol cincuenta, les digo. Y dudan. Luego juegan a la rebaja. La paciencia es una virtud que los ambulantes practican desde hace décadas. Paciencia con los clientes, paciencia con los curiosos, paciencia con las promesas de formalización del municipio. Aquí en Comas, por ejemplo, la mayoría tiene más de diez años de vendedor informal.


Yo apenas tengo una hora de vendedora y ya hice amigos. El mercado es una comunidad y a la vez es competencia feroz. Cuando quedan ratos libres, se almuerza, descansa y conversa. Conocí a Barbarita Ruiz, una verdulera cajamarquina de 70 años, quien me quiere adoptar de nieta porque tiene demasiados hijos varones.


-Barbarita, ¿Cuándo te vas a retirar?


Ella dice que nunca. No va renunciar al negocio que le ha dado de comer toda la vida y tampoco tiene otras opciones laborales. Comenzó como informal, vendiendo zapatos y se acostumbró al negocio. No tenía estudios secundarios y le era casi imposible conseguir un contrato de trabajo. Luego la operaron de emergencia por una peritonitis y para pagar la cuenta del hospital se hizo verdulera.

La quesera, que es amiga de Barbarita, es una mujer mucho más joven. Tiene casi mi edad, 22. Su madre era vendedora como ella y le gustó el trabajo. Todas las mañanas coloca su carreta en la pista y desembolsa los quesos cajamarquinos y las rosquitas. Tiene un balde de agua al costado, cuchillos y bolsas pequeñas para despachar. “Lo que me preocupa es que nos van a desalojar, lo han dicho en una asamblea", dice en voz baja. Ella tiene cinco años trabajando sobre esa pista y quiere quedarse.


Ya tengo dos horas en el mercado y “me estoy mosqueando”. El vendedor de cachanga ha colocado su carretilla justo frente a mí. Incluso, la ha estacionado mientras va a tomar una Coca-Cola. Le he pedido que se estacione en otro lado, cree que le voy a comprar, seguro me vio con cara de hambre.

Barbarita Ruiz leyó mi frustración y me aconsejó que camine buscando otro espacio. Un vendedor es siempre un trashumante; si se acostumbra a un lugar es porque es hora de marcharse. Así que enrollé mi plástico azul y guardé mis cosas cuidadosamente. Me dijeron que a una cuadra sobraba un pedazo de vereda.

Caminar entre la gente que va por sus compras de última hora es agotador. Me gané tres empujones y esquivé otro. Llegué a mi vereda prometida a instalarme por segunda vez. Extender el plástico, colocar el florero, los corazones. Era mediodía y la gente estaba desesperada por llevar un regalo a sus madres, tías o abuelas.

Comencé mi pregón: “Lleve globos de corazón, rositas para la mamita, también para la abuelita”. Una señora se acercó a comprar los corazones y unas niñas escogieron media docena de globos. Me animé. Gritaba con confianza, esforzándome por matizar la voz y cambiar las frases como lo harían los pregoneros limeños en el siglo XIX.

Quizá el vendedor ambulante no sea más que un tataranieto de esos antiguos mercaderes que ofrecían sus productos cantando. Pintados con los pinceles de Pancho Fierro, parecían felices, orgullosos de sus ocupaciones; aunque fueran pobres, estuvieran descalzos y tuvieran que cargar con sus hijos en hombros.

Ahora no es tan romántico ser ambulante, si es que alguna vez lo fue. Es casi un acto de anarquismo, de rebelión a los impuestos y el trabajo formal.

No pagar cuentas

Los municipios en su afán por incorporar a los ambulantes a la cadena productiva han creado normas para cobrarles tributos. Los vendedores informales también se han asociado y deben pagar además por seguridad y limpieza. No me sorprende en absoluto la mujer de chaleco que se ha parado a mi costado.

-Son 80 céntimos por derecho a vender, ordena.

-Podría regresar más tarde, no tengo mucha ganancia, le respondí.

La mujer asintió y me agregó que eran cuatro pagos. Era la una de la tarde, el olor a aerosol floral de los corazones le ha encantado a un matrimonio.

- Nos llevamos todos, aseguran, y abren su bolsa de mercado.

Otra señora me pagó por forrar su regalo y me empezaron a rodear las personas que querían que hiciera lo mismo. Entonces empecé a trabajar con agilidad. Hice cajitas, bolsitos, envolví regalos, coloqué moños rojos y rosados.

Una segunda mujer de chaleco se paró a mi lado. “Soy del municipio, es un sol”. Imposible esquivarla. Estaba dispuesta a quedarse si no le pagaba por el tiquet. Continué atendiendo a mis clientas y la mujer refunfuñó: No tengo toda la tarde. Le tuve que dar un sol a regañadientes y le desee un feliz día de la madre. Me dejó el tiquet y se fue a buscar más víctimas.

Mis amigas las vendedoras me habían enseñado que se tenía que huir de los cobradores. Porque en la ganancia del día un sol puede hacer la diferencia. Además, mientras más vivo eres, más posibilidades de hacerte un lugar en el mercado tienes.

Ana, la vendedora de pantis, que estaba a mi costado se había marchado y volvió luego de que la cobradora se fuera. Ella también tenía un plástico azul donde expandía las medias. No era collicana como la mayoría, era de Villa El Salvador. Estaba en Comas de visita. Sintió nostalgia por su trabajo, por sus compañeros anónimos de los mercados y se vino a trabajar. Está sentada a mi costado, y me aconseja colocar las tazas más adelante. “Cuídate de los rateros, también de los billetes falsos”, me dice.

Tiene 42 años y vende desde hace diez. Es una mujer morena, de ojos grandes y pelo recogido. Por la frente le saltan algunas greñas. Dos señoras se le acercan y preguntan por las medias azules con diseño a cuadros.

Ana las seduce, extiende las medias sobre su brazo, les hace tocar el material. Les habla suave y remarca que el precio es muy cómodo. Las señoras son las principales compradoras de Ana y las conoce muy bien.

Yo he aprendido un poco de ella. Sonrío a los clientes, negocio. Hasta que el vendedor de juguetes empezó a enamorarme. Es un muchacho de 25 años, de piel tostada, cabello lacio. “Te cambio un globo”, me dijo. Y se colocó a mi costado dispuesto a seguir una conversación larga. Las clientas nos rodearon y sus ilusiones se murieron en 10 minutos, cuando la hija de la cevichera se le cruzó enfrente. Así son los ambulantes, errantes hasta en el amor. En el mercado todos se conocen.


Todos saben que entre los comerciantes hay una clasificación. Están los antiguos, que llevan invadiendo años la vereda, los que han heredado la costumbre de vender de sus padres y los ambulantes - como yo- que jamás tienen un lugar fijo. Nómadas perpetuos.


Intento acoplarme a ellos, quizá sí soy un poco errante. Soy hija de migrantes andinos. De aquellos que ocuparon Lima con esteras al hombro. Su invasión fue completamente desordenada, informal, terminó siendo como un grito ahogado contra la pobreza, la falta de vivienda, la falta de trabajo.


En los años 80 y 90 ser informal era la forma más común de ganarse el pan. No había plata, simplemente. El fujishock arrojó a miles a las calles. Por eso mis tías, cuando eran adolescentes, vendían flores en los alrededores del Estadio Nacional. Mi abuelo llevaba comida a los trabajadores de las antiguas chacras de Carabayllo, que ya no existen. Sacaban algo de dinero para ayudar en casa, para los pasajes y para aliviar las penas.


En el mercado, ahora, la situación es otra. Eres ambulante por necesidad y también por costumbre. Como eres informal, los clientes esperan siempre los precios más bajos. No les importa que sea lo más novedoso del mundo. Ambulante es sinónimo de barato.


Por eso, les parezco carera. Aun así, he vendido todo, esa es la buena noticia. La mala, es que con las justas gané 20 soles. Me comí un combinado bien taipá. Ya aprendí: el secreto es conseguir la mercadería china más barata en el hueco más recóndito del Mercado Central. Todo lo demás es habilidad pura, labia y buena voz. Hay que tener empatía, adivinar la necesidad, saber cuándo negarse a la rebaja.


Mis amigas, la verdulera y la quesera, estarían orgullosas de mi entusiasmo, pero nada más. Me dejé estafar por algunos clientes y no le huí a todos los cobradores. He sido ambulante a medias, sin la sazón y picardía de los pregoneros.


Doblo mi plástico azul. La tarde empieza a caer y el mercado debe quedar limpio y volver a ser una pista. Algunos vecinos, me reconocen y me esquivan. Como si ser un ambulante fuera algún estigma de pobreza o como si la pobreza fuera algo de qué avergonzarse. Es un trabajo, una forma de vida que uno asume cuando ya no tiene mucho que perder.

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